En un país helado del Norte de
Europa nació un niño hermoso.
Era tan pobre que apenas tenía nada
para sobrevivir, pero en cambio tenía una pequeña caja en la que tenía
encerrado un perfecto corazoncito de hielo que guardaba como si fuera el mayor
de los tesoros.
El
niño solo abría la caja cuando estaba a cubierto, porque el corazoncito era tan
ligero y translúcido que temía que algún día se lo llevara una ráfaga de aire
helado y no pudiera distinguirlo entre los copos de nieve, tan pequeño y
delicado era.
Un
día de invierno el niño sintió el corazoncito de hielo latiendo al ritmo de los
copos de nieve al caer -bumbum, bumbum- y sintió curiosidad de ver tan gran
prodigio. Abrió la cajita, pero se le olvidó el viento helado que, aprovechando
el descuido del pequeño, alzó el corazoncito y se lo llevó volando con
delicadeza, confundido entre los pesados copos de nieve, teñido apenas de un
ligerísimo tono rosado.
El
niño lloró y esperó en vano que el travieso viento le devolviera el corazoncito
de hielo, y esperó, y esperó...
El
sabio viento siberiano silbó y silbó y
arrastró el corazoncito de hielo a través de la estepa rusa, flotó sobre
Ucrania, sopló huracanado sobre Polonia, casi lo dejó caer sobre Berlín, rebotó
en la Torre Eiffel, estuvo a punto de perderse en Roma, atravesó el tranquilo
Mediterráneo y finalmente dejó caer suavemente el corazoncito de hielo en un
patio andaluz.
Un
bonito gato gris atigrado estuvo a punto de tragárselo, pero el viento
siberiano lo ahuyentó, alejándolo de su malhumorado siseo. ¡No había soplado
miles de kilómetros para que el corazoncito acabara en el estómago de aquel
gatito!
Una
hermosa dama acudió ante el escandalizado maullido.
Sorprendida,
recogió el corazoncito, sin saber muy bien lo que era. Apartó a un lado a la
perra que la acompañaba, que se empeñaba en ladrarle al corazoncito, que latía
atemorizado.
La
dama lo arropó con sus manos y el corazoncito latió agradecido y se ruborizó,
tomando un bonito color rosado.
La
dama, sorprendida, fue a mostrarle su hallazgo a su marido, un caballero serio
y responsable, seguida siempre por el gato atigrado y la perra lunera.
Sin
saber muy bien cómo, los cinco, los dos humanos, el gato, la perra y el corazoncito,
se encontraron en el patio, esperando no sabían muy bien qué.
El
viento siberiano, que había estado remoloneando un poco entre los olivos,
acudió presto a recoger a sus pasajeros.
Es
extraño, pero ninguno se sorprendió al sentirse recogido por aquella ventosa
masa invernal, fresquita, aunque curiosamente cómoda.
No
demasiado seguro del camino de vuelta, el viento siberiano decidió volver por
donde había venido, así que atravesó el tranquilo Mediterráneo, rebotó en la
Torre Eiffel, estuvo a punto de perderse en Roma, estuvo a punto de dejarlos
caer sobre Berlín (ganándose un arañazo del gatito), sopló huracanado sobre
Polonia, flotó sobre Ucrania, los arrastró a través de la estepa Rusa, y silbó
y silbó hasta llegar hasta el punto de partida, frente a la puerta donde había
dejado al hermoso niño que guardaba el corazoncito de hielo en una pequeña
caja.
A
medida que se iban acercando al niño, el corazoncito palpitaba más y más
fuerte, su rubor era más y más intenso y estaba más y más caliente.
La
hermosa dama notaba que su propio corazón latía también cada vez más fuerte, e
incluso el serio caballero parecía a punto de perder la compostura.
El
sabio viento siberiano dejó a sus pasajeros con un último soplo y se marchó
ululando como había llegado.
Sin
saber muy bien qué les esperaba al otro lado de aquella puerta, la hermosa dama
vaciló en llamar.
El
gato atigrado maulló.
La
perra lunera ladró.
El
serio caballero carraspeó.
Finalmente,
la dama llamó a la puerta.
La
dulce voz del niño respondió al otro lado, tristísima.
Al
notar la voz de su dueño, el corazoncito de hielo redobló su palpitar y se
volvió de un tono cercano al rojo carmesí.
La
hermosa dama abrió la puerta y todos entraron en la habitación.
Se
miraron en silencio.
La
hermosa dama extendió las manos, mostrando el corazoncito de hielo, que ya no
parecía de hielo en absoluto.
-¿Es
tuyo este corazón? -preguntó ella.
El
niño alzó la mirada y la miró.
Alargó
una mano para tocar el corazoncito y entonces ocurrió algo prodigioso.
El
corazoncito, antes frío y artificial, se volvió cálido, rojo y vivo como un
corazón de verdad, y el niño supo que jamás se sentiría solo nunca más.
El
gato atigrado maulló.
La
perra lunera ladró.
La
hermosa dama lloró, y también el serio caballero... pero no eran lágrimas de
tristeza, sino de alegría, porque su vida estaba plena al fin.
El
calor del amor fundió para siempre el corazoncito de hielo entre sus manos
unidas.
¡Qué bonito, Arwen! He pasado de la sonrisa a casi la lagrimilla del final.
ResponderEliminarMe ha encantado :)
Hola!!
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado, porque para mí es un cuento muy especial. Lo escribí el día que nos dijeron que mi sobrino llegaría al fin de Rusia, y yo creo que se nota un aura muy sentimental en él jajaja.
Un placer tenerte por aquí.
Nos leemos!!