sábado, 18 de mayo de 2013

LOS SÁBADOS RELATO: "EL AROMA"





En el año de la hambruna, era tarea de la sanadora buscar alimentos para los supervivientes, dado que era la que mejor conocía las hierbas y plantas comestibles.

Era bien sabido que algunos habían muerto tras alimentarse con yerbas venenosas, entre grandes padecimientos peores que el hambre que asolaba sus miembros.

Sin embargo, la hambruna la causaba una sequía que había secado campos y bosque, matando casi todas las plantas, tanto comestibles como venenosas, dejando yerma la tierra, de modo que la sanadora se encontró ante un enorme dilema: ¿si no tenía plantas con las que alimentar a los supervivientes, con qué otra cosa podía hacerlo?

Un aroma delicioso se alzó cada tarde desde la choza de la sanadora, un aroma a guiso de carne con especias, las delicadas especias que la sanadora había recibido el día de su boda y que había guardado toda su vida, esperando un día especial, una época especial, una era especial. Y ese día, esa época, esa era había llegado.

-Madre –preguntó su hija, devorando un plato de aquel delicioso guiso-. ¿Qué era eso?

Le había parecido ver algo brillante mientras su madre removía el guiso, algo que se parecía sospechosamente a… pero no podía ser. Cerró los ojos, obnubilada por el sabor de la carne, pero sobre todo por el olor. Jamás había olido nada semejante. Estaba segura de que nunca podría olvidar ese olor.

-¿Qué, querida?

La niña negó con la cabeza y sonriendo beatíficamente, solo disfrutando tras semanas de privaciones.

 

 

Esa noche era luna de lobos.

No era que le preocupara, pero seguro que Henry le insistiría en que llevara el mosquete en la cesta, por si acaso. No entendía que a ella los lobos  no la asustaban. Llevaba años yendo al bosque a llevarle comida a su abuela cada día y nunca había visto ninguno, como mucho había visto sus huellas y los había oído aullar en la distancia.

Para ser cazador, Henry parecía saber muy poco de animales.

¿Acaso no sabía que eran mucho más peligrosos los humanos para los lobos que al revés?

Frida se arrebujó en su capa escarlata y caminó a paso ligero por el sendero casi borrado que llevaba a casa de su abuela. Hacía años que nadie más que ella iba por allí y muy pronto dejarían de ser creíbles sus visitas. La gente del pueblo se preguntaba ya cuántos años tenía la vieja.

¿Setenta? ¿Ochenta? ¿No eran muchos para una mujer que vivía aislada en un bosque, enferma?

Desatrancó la puerta de la cabaña y entró sin llamar.

-¡Ya he llegado! –exclamó, como cada día.

-Hoy has tardado –respondió una voz grave a sus espaldas.

Frida se detuvo, la mano congelada a la altura de la manilla de la puerta.

Se suponía que no debería responder nadie. Allí no vivía nadie. ¡Nadie!

Procurando moverse lo mínimo posible, trató de escrutar las tinieblas de la choza donde apenas entraba luz por las ventanas que ella misma había tapiado hacía años para evitar miradas curiosas.

Sabiendo que no podía confiar en la vista, recurrió a su sentido más fiable. Cerró los ojos y alzó un poco la barbilla. Olfateó, venteó como un animal, como había visto hacer a los lobos.

Sonrió.

-Henry… -murmuró, sintiendo que la calma invadía sus miembros.

Dejó la cesta en el suelo y cerró la puerta. Avanzó unos pasos hacia la sala y lo vio, sentado en la mecedora de su abuela, meciéndose suavemente, sosteniendo su mosquete como si fuera un bebé de pecho, mirándola.

-¿Cuánto?

Frida se preguntó si tenía sentido hacerse la tonta, pero pensó que no, que sería mejor una verdad a medias.

-Hace un par de años llegué y mi abuela estaba… muerta –Frida fingió un quiebro de la voz.

-¿Fueron los lobos?

Frida alzó la mirada, sorprendida. Por unos segundos había olvidado la obsesión de Henry por los lobos asesinos. Y más últimamente, que el número de víctimas había aumentado de una manera abrumadora. ¿La había seguido por eso, para protegerla de los lobos? Casi sintió un ramalazo de ternura por él.

Negó con la cabeza.

-No sufrió, creo que fue mientras dormía.

Lo vio fruncir el ceño, confuso.

-¿La enterraste sola y no dijiste nada? Sigues viniendo todos los días al bosque, ¿para qué?

Henry dejó su mosquete a un lado y se levantó. Frida admiró su apostura, la hermosura de sus facciones, la fuerza de sus miembros. Avanzó hasta ella y su aroma asaltó sus fosas nasales, haciendo que su sangre hirviera.

-Será mejor que te vayas, Henry. Lo que haga aquí no es asunto tuyo –dijo Frida dándole la espalda.

¿Cómo era posible, si acababa de…?

Él la sujetó por los brazos haciendo que se girara para mirarle nuevamente.

-¡Cómo no va a ser asunto mío si vamos a casarnos! –medio gimió medio gruñó él, acunándola contra sí -. Mi hermosa muchachita…

Frida trató de zafarse. No soportaba tenerlo tan cerca, con su almizclado olor a hombre de bosque, salvaje y delicioso. Sí, ricooo…

Acercó la nariz a su cuello no demasiado limpio, con su mezcla de jabón de afeitar, cuero, grasa y suciedad. Aspiró con fuerza. Lo besó. Lo lamió. Lo mordió.

Henry rió hasta que ella ahondó el mordisco.

La apartó con una mirada de extrañeza, con la mano en la herida. Se la apartó para descubrir que la tenía cubierta de sangre.

-Frida, ¿qué diablos haces?

Ella lo miraba espantada por lo que podía llegar a hacer si no se controlaba. No es que tuviera miedo de ello en sí, sino de que fuera con Henry.

-Vete, Henry. Lárgate y no vuelvas.

De pronto Henry ya no la miraba, no miraba sus labios llenos de sangre, su lengua que no podía evitar saborearla, sino una repisa sobre la chimenea, llena de objetos que parecían ajenos a la cabaña: juguetes, chucherías, piezas de tela, lámparas e incluso… ¿huesos?

Frida lo vio acercarse a la repisa y acercar una mano temblorosa hacia los objetos, pero sin atreverse a rozarlos siquiera.

-Dios mío, Frida, ¿qué diablos es todo esto?

Pudo leer en sus ojos el segundo exacto en que se dio cuenta de qué representaban esos objetos, el momento en que se dio cuenta de qué era ella.

Y entonces, el peor minuto de todos…

-Francis…

Al fin había reconocido su broche en forma de paloma, un broche que había pertenecido a su madre y que Francis iba a regalarle a Meg, su prometida cuando se casaran. ¿Qué sentido que lo tuviera Frida si Francis no había pasado por allí? Además, Francis había desaparecido sin dejar rastro hacía más de un mes y supuestamente se lo habían comido los lobos. Si hubiera sido así, ¿por qué tenía Frida su broche?

Frida alzó los hombros y clavó en él una mirada tan fría y estremecedora que Henry reculó sin poder evitarlo. Sus ojos buscaron el arma que había dejado junto a la mecedora. Todo su valor parecía haberse esfumado de pronto.

-Vino una tarde para decirme que lo había descubierto todo, que no se lo diría a nadie si yo accedía a hacer lo que él quisiera.

Henry la miró horrorizado por su frialdad, por la manera en que narraba cómo se había acostado con su hermano y luego lo había matado y cocinado en esa misma casa, según la antigua receta de su madre. Y  lo hacía atusándose la capa carmesí, colocando bien la hermosa caperuza sobre la espalda de forma que no le hiciera pliegues poco favorecedores, como si le estuviera narrando un paseo por el bosque.

-De modo que jamás hubo lobos… -dijo Henry al fin, como en estado de trance.

Frida lo miró con una risa más parecida a un quejido, dejando caer las esquinas de la capa a los lados.

-Henry, por Dios, ¿realmente tienes que mostrarte como un idiota? Yo… lo necesito –murmuró con algo cercano al fanatismo. Henry no podía moverse, solo podía mirarla, verla acercarse, con sus ojos encantadores, su sonrisa afilada-. Aquel año de la hambruna mi madre sacó a los muertos de las tumbas para alimentarnos a todos y es posible que vosotros prefiráis haceros los idiotas y fingir que no lo sabéis, pero yo sé lo que vi en la cazuela aquel día –añadió con vehemencia–. Durante años tuve que reprimirme y comer la detestable carne de los animales que tú y los otros cazadores me traíais, como si fuera un tributo. Hasta que un día me topé con un hombre que había sido atacado en el bosque. Estaba a punto de morir y me pidió ayuda. Yo solo podía oler ese olor en su piel, en su sangre. ¡Lo recordaba! No pude contenerme, tuve que probarlo. No sabes lo bien que me vino tu manía con los lobos asesinos para encubrir mis crímenes, querido. Ahora que sabes que mi abuela ha muerto y, en fin… otras cosas… no puedo dejarte con vida. Además, siempre me tientas con tu olor, eres demasiado apetitoso –dijo relamiéndose-. Me largo de aquí y no vas a tener la oportunidad de detenerme, amor…

Él, paralizado por la sorpresa, el miedo y, por qué no decirlo, la fascinación, hubiera jurado que jamás le había visto una sonrisa más hermosa, más blanca o más puntiaguda.

Cuando sus dientes cayeron sobre su cuello, vio que la capa, que siempre le había parecido tan roja, tan carmesí, realmente estaba salpicada de miles de gotitas de sangre.

 

 

 

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